El orensano saca un disco triple por cuestión de tamaño, de contenido que necesita un continente con mayor capacidad. No es lo único que se desborda en la escucha: también lo hacen emociones, convicciones y convenciones. El resto del análisis importa un poco menos.
Qué: Disco (edita Foehn)
No le gusta a Emilio José hablar de sus esfuerzos creativos. ¿Cliché gallego? Un poco, si exacerbamos el asunto. No le gusta demasiado que otros hablen de ellos. ¿Ermitaño con pereza hacia los engranajes de la maquinaria, hacia la maquinaria misma? Otro poco, tirando a mucho. Puestos a indisponer al autor, que ha grabado orgánicamente en casa y se ha hecho cargo de todos los instrumentos, este galleguísimo tratado agrícola –que no pretende ser literal en lo de la siembra y la recogida: salió así– es una larguísima fila de hormigas saliendo del subsuelo en dirección a las copas de los árboles. Hay bossa, mucha, y electrónica, y aires folclóricos; también morriña, a puñados; bastante cachondeo, supino (ojo al temazo dedicado a Kim Kardashian y su creciente atractivo) y, sobre todo, volantazos. No por la brusquedad, no; el asunto es que la escucha a la antigua usanza, que sigue siendo la más simpática por aquello de seguir el camino propuesto por el creador, supone un bajorrelieve continuo de sonoridades. Vamos, que si el disco se escuchara pasándole la mano por el lomo, sería un masaje para las yemas de los dedos, llenos de cosquillas y alguna arista revitalizante. Las muestras son muchas, más de cincuenta: Amígdalas, por ejemplo, es alucine en espiral, Juizes un trote disfónico y fresco, Kawasan Industri cae en el renglón de elegía robótica… y las piezas tituladas con un simple corazón (hay dos kilométricas y una cortita) trabajan en clave empacadora, colaborando a envolver el regalo en lazadas asimétricas. Emilio José ha creado la banda sonora del filme definitivo sobre lo beatífico de la locura.
