Un ente de paranoia y destrucción, María Guadaña entrega siete temas de densidad sonora y plenos de lírica pánica. Entre Lydia Lunch y los campos magnéticos de la no-wave neoyorquina, en Latidos y culebras hay espacio para la frontera y el bolero, para el animismo y el amor de dientes ensangrentados.
Qué: Disco (Happy Place Records)
La distorsión de un saxofón clónico, como si los subsuelos de Nueva York conectaran con el desierto australiano para que la voz de María Guadaña se eleve, doblada por la presencia fantasmal de su propio espejo, como Anita Lane rasgando con las uñas llenas de terruño nuestras almas: así comienza Preto, el primero de los siete temas de Latidos y culebras.
Descubriendo la oración como elemento del pop, tenemos la sensación del primer amor de Gun Club en las venas. Después del temporal metálico nos llega Caballero, algo de Nina Simone fundida con Edye Gormé, champán y clorhidrato mientras el bolero se extiende, inmenso como el mar donde las voces de las sirenas hacen coros, en la frontera todavía hay algunos altares dedicados a la Virgen del Pantano, qué disfrute del órgano, qué sabor nos queda entre los dientes cuando mordemos cuerpos ajenos.
Entre Cecilia Toussaint y Margo Timmins, allí donde la carretera se guía por las luces encendidas de los moteles, Plañidera es una versión postmoderna de La llorona contada por una voz de lija y contrabando, una línea magnética cerca de la lírica de Silvia Grijalba y los mutantes que la acompañaron durante años recogiendo chatarra de los mejores lugares del planeta.
Acuático es el deseo que se desprende cuando llegamos a Al viento, un metálico ritmo narcótico que fusiona el acabado formal de los Cocteau Twins con la epopeya poética de una cantante sacada de una banda sonora de David Lynch. Donde la tristeza es una descarga eléctrica y el amor una batería siempre descargada, allí se construyen las canciones de María Guadaña, Imagina se abre con palmas y saxos, sin mirar atrás, como una diva de la canción latina, desbordante de escenario anfetamínico, de narrativa subterránea, autenticidad tóxica.
La banda que se alimenta de las aceitunas del martini y el mentol de los cigarrillos, dejan en el camino cadáveres en la tierra de las mil danzas. Hay láudano para todos, parásitos y herederos del CBGB, Amanece alimaña, arrieros y cambiaformas, punk desechable, casi de ouija y mesa camilla, el amor como enfermedad. Ya sabíamos que el amanecer era tiempo de vampiros, ahora también de serpientes.
El cierre, como en un viaje iniciático, te deja aturdido, así que una guitarra acústica, unos acordes abiertos, mientras llegan los teclados y el acordeón, Trinidad, como un ejercicio de despedida poética, de percusión en sístole y diástole. Con la boca llena de arteria, con la vena llena de dientes partidos, con el sexo desnudo de ases, no hay más partida que la que uno pueda jugarse con el alma de otro.